Por: Dr. Rafael Gutierrez
Es tiempo de confesión. Tengo sesenta y dos años. Si la matemática no me falla, este año cumplo sesenta y tres. ¡Hago aquí un paréntesis! No es que sea viejo. Soy un joven sumergido en decenas de primaveras. Aún a mi edad, un día como el de hoy, Día de los Padres, trae consigo una serie de sentimientos encontrados. Tanto es así que tengo gran dificultad en escribir este devocional… Quiero mirar atrás y poder decir: “De mi viejo, de mi padre, aprendí tantas cosas…”. Aún deseo haber tenido conversaciones de ánimo y de consuelo con mi padre. He querido buscar en mi memoria algunas palabras sabias de su parte. No las encuentro. No encuentro esas memorias de una relación íntima entre un padre e hijo. No me mal interprete, mi padre no fue un mal hombre. Era muy conocido y querido por muchas personas de nuestro pueblo natal en Puerto Rico. Su niñez fue difícil al perder a su padre, o sea, mi abuelo, de una pulmonía doble. Su crecimiento y el de sus hermanos se dio en manos de un padrastro de mano dura. Podemos decir que no tuvo un padre que fue un modelo para él.
Hubo momentos en mi relación con mi padre que quedaron grabados en lo más profundo de mi corazón. No los esperaba. Me hirieron. Cuando cumplí 18 años de edad, mi padre llegó donde mí con tres regalos: una cajetilla de cigarrillos, una cerveza y un billete de $20 dólares. Le pregunté qué significaban esos regalos. Me dijo: “A partir de hoy tienes mi permiso de fumar y beber.” “¿Y los $20 dólares para qué son?”, le dije. “Esta noche te llevo a un prostíbulo para que experimentes una mujer y seas hombre”. Para ese entonces, Cristo había invadido mi vida. Le entregué los “regalos”, le hablé de Cristo en mi vida y una vez más me dijo que estaba “loco por seguir a esos “aleluyas”. A partir de un momento en particular, mi relación con mi padre comenzó a deteriorarse. Lo que no sabía era que ese deterioro, esa ausencia emocional y espiritual de mi padre, la llevaría conmigo al tener mis hijas. Sólo de pensarlo, me causa un fuerte dolor en mi corazón de padre y ahora como abuelo. Esta ausencia también impactó mi vida espiritual al ver a Dios como un Padre lejano; un Padre que me castigaba y me ignoraba en los momentos en los que más lo necesitaba. Fueron muchas veces las que fallé terriblemente como padre y como hijo del Padre Celestial. Honestamente se me hacía difícil llamar a Dios, “Padre”.
Parafraseando las palabras de un amigo, Craig Johnson, la mayoría de nosotros que crecimos sin un padre presente en nuestras vidas, sentimos un profundo sentimiento interno de confusión y pérdida cuando se trataba de la relación de un padre amoroso y un hijo que es amado de verdad. Aunque muchos de los hombres pueden estar profundamente convencidos de la existencia de la figura de Dios Todopoderoso, Omnisciente, Creador del cielo y la Tierra, pocos han considerado verdaderamente poder llamarlo «¡Abba, Padre!». Algunos tal vez han escuchado la frase bíblica, pero sin una referencia tangible o contextual del padre a la cual recurrir; ese nivel de intimidad y confianza está más allá de su capacidad de experimentar como una verdad profunda. En ausencia de un padre estable en el hogar, todos nos preguntábamos cómo era realmente ser amado como hijo.
En mi caminar con Cristo, y al ser cada día más sensible a la obra del Espíritu Santo en mi vida, he podido comprender las palabras del apóstol Pablo: “Y ustedes no recibieron un espíritu que de nuevo los
esclavice al miedo, sino el Espíritu que los adopta como hijos y les permite clamar: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Y, si somos hijos, somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo…” (Romanos 8:15-17 NVI).
No sé cómo ha sido su relación con su padre. Tal vez sea parecida a la mía o tal vez peor. Espero saber de algunos de ustedes que hayan tenido una relación saludable con sus padres. Pero permítame decirles algo: En nuestro rol como padres, es de suma importancia visitar y evaluar nuestra relación con nuestro padre terrenal, como también es de vital importancia entender nuestra identidad como hijos de Dios, nuestro Padre Celestial.
Tengo a mi Padre Celestial que me cubre con Su amor, misericordia y gracia. Su Palabra es lámpara y lumbrera en mi caminar (Véase Salmos 110:105). Pido Su sabiduría y no me reprende por pedirla (Santiago 1: 5). ¿Su amor? Su amor de Padre es inagotable (Salmos 36:7). Su Hijo Jesucristo está conmigo todos los días (Mateo 28:20) y tengo al Espíritu Santo que es mi Consolador (Juan 14:26). ¡Vaya!, como decimos en Puerto Rico: “Mi Papá está pasa’o” (padrísimo, chévere, “cool”).
Quiero dejarlos con esta canción titulada “A la Distancia”, interpretada por unas hermanas y hermanos de Cuba a quienes amo grandemente en Cristo.
Que el amor y la protección de nuestro Padre Celestial siempre sea con todos ustedes.